miércoles, 6 de enero de 2016

LA BIBLIA TENÍA RAZÓN....

«Oyendo la reina de Saba la fama que Salomón había alcanzado por el nombre de Jehová, vino a probarle con preguntas difíciles. Y vino a Jerusalén con un séquito muy grande, con camellos cargados con especias y oro en gran abundancia, y piedras preciosas». (1 R. 10:1-2)
 
Por milenios las caravanas cargadas de ricas mercancías partían de la «Arabia feliz» dirigiéndose hacia el norte. En Egipto, en Grecia y en el imperio romano eran muy conocidas. El emperador romano Augusto incitado por comentarios de los camelleros que hablaban de ciudades fabulosas ordenó preparar una expedición militar para verificar la exactitud de esos comentarios sobre el Africa meridional. Con un ejército de diez mil soldados romanos parten de Egipto y se dirigen hacia el sur, marchando a lo largo de las áridas costas del Mar Rojo, siendo su meta Mareb, la legendaria metrópoli. Nunca llegaron. Entre el despiadado calor del desierto, los continuos combates con tribus salvajes y enfermedades malignas, el poderoso ejército es destruido. Los pocos supérstites que regresan ni siquiera están en condiciones de aportar datos seguros y objetivos sobre aquellos fabulosos relatos.

En el año 90 d.c. el griego Dionisio escribe que en la «Arabia feliz» «tu respiras siempre el dulce perfume de deliciosas drogas, sea de incienso, sea de la maravillosa mirra. Sus habitantes poseen grandes rebaños de ovejas sobre los prados y los pájaros llegan volando desde lejanas islas, llevando hojas de pura canela».
La Arabia meridional era en el mundo antiguo el mas importante país exportador de especies y continúa siéndolo todavía hoy. Sin embargo, aparecía envuelta de un velo denso y misterioso. Ninguno la había visto con sus propios ojos. Permaneció como un libro cerrado con siete sellos. El primero que en la edad moderna se atrevió a la peligrosa aventura fue el alemán Carstan Nebuhr, que en el siglo XVIII dirigió una expedición danesa a Arabia meridional. Pero no llegó más allá de Sana. Solo 100 km lo separaban de las ruinas de Mareb, cuando fue obligado a regresar. Un francés, Halévy, y un austríaco, Glaser, fueron los primeros blancos que alcanzaron la antiquísima meta hace algo más de un siglo. Sin embargo, dado que ningún extranjero podía sobrepasar los límites del actual Yemen, tuvieron que recurrir a la peligrosa estratagema de alquilar un velero y desembarcar en el golfo de Aden disfrazados de beduinos. Luego de una larga y extenuante marcha a través de 300 kms de un árido país montañoso llegan finalmente a Mareb. Sabiendo el peligro que corrían si eran descubiertos, vuelven huyendo al golfo de Aden llevando escondidas bajo sus vestidos copias y calcos de inscripciones que les permitieron mostrar al mundo que Mareb realmente existía!!.
Al estudiar las inscripciones que habían sido copiados los eruditos llegan a la conclusión que son alfabéticas y, por lo tanto, originarias de Palestina. Muchas de ellas mencionan cuatro estados –los «reinos de las especies»- que se mencionan como Minea, Kataban, Hadramaut y Saba!!.

El reino de Minea estaba situado en el Yemen septentrional y está documentado hasta el siglo XII a.C. De su vecino meridional, el estado de Saba, dan noticias los escritos del siglo IX a.C. También los documentos asirios del siglo VII a.C hablan de Saba, como un país con el que se mantiene un inmenso tráfico comercial.
Un dique gigantesco recogía en Saba las aguas del rio Adhanar y las aguas de las lluvias provenientes de tierras lejanas, aguas que se distribuían por canales de irrigación y a los cuales el país debía su fertilidad. Los restos de esta obra maestra de la técnica, de 20 metros de altura, desafían hoy las dunas del desierto. Como Holanda es hoy un jardín de tulipanes, Saba era entonces el país de las especies, todo un florido, legendario y perfumado jardín de las más preciosas especies del mundo. En medio se encontraba la metrópolis llamada Mareb.
Por 1500 años este jardín floreció en los alrededores de Mareb y mas precisamente hasta el año 542 d.C en que el dique se derrumbó y el desierto invadió poco a poco la tierra fértil sin dejar nada. Según el Corán: «El pueblo de Saba tenía hermosos jardines, en los cuales se cultivaban las frutas más exquisitas!»

En 1951 un grupo de expertos americanos decide iniciar un viaje de exploración para resolver el enigma arqueológico de Saba. Ello bajo la dirección de Wendell Phillips, un versátil paleontológico de la Universidad de California. En las cercanías de Mareb la expedición encuentra ruinas y pilares del Haram Bilqis, el antiquísimo templo de Almaqah de Aum, un legendario lugar de culto. Este templo de contorno oval y 110 metros de largo tiene la misma forma de las ruinas que se encontraron en Mozambique, en la selva virgen de Africa oriental, donde se buscaba la bíblica Ofir (II R. 9:25). Como se lee en las inscripciones sobre los muros, en Haram Bilqis se veneraba Ilumquh, la divinidad masculina de la Luna. Continuando las excavaciones viene a la luz una amplia escalinata revestida de bronce que conduce a un patio rodeado de una columnata con pilares de piedra de 5 metros de altura y que, en otros tiempos, sostenía un techo para producir sombra. Una instalación ornamental digna de admiración son los juegos de agua que, desde una altura de 5 metros debían, en otros tiempos, resplandecer en el silencioso patio. El agua que caía venía recogida por un estrecho canal que serpenteaba a través de la columnata de pilares.
¡¡Que impresión debían probar los peregrinos cuando, entre los humos enervantes del incienso y de la mirra, pasaban delante de los juegos de agua que borbollantes y salpicantes atravesaban los propileos de este maravilloso edificio de la antigua Arabia!!.
Lamentablemente, en cierto momento, la prepotencia y las extorsiones del gobernador de Mareb habían llegado a un grado tal que las excavaciones debieron suspenderse y ser abandonadas, pudiendo salvar solo algunas fotografías en su precipitada partida para la ciudad de Yemen.

Así como en la época del rey Salomón se hacían largos viajes a través del Mar Rojo hacia Arabia y Africa, también se hacían por tierra siguiendo las costas de aquel mar hacia lejanos países, a través de los desiertos de arena del sur. Los nuevos medios de transporte para estos viajes eran los camellos, llamados «naves del desierto». Así por tierra se superaron distancias que antes se consideraban insuperables. Con la domes-ticación y cría de estos animales se inició hacia el año 1000 a.C un inesperado desarrollo del tráfico y del transporte a través de territorios áridos y extensos. La Arabia meridional, que había quedado por tanto tiempo como envuelta por una nebulosa, se acercó de golpe al Mediterráneo, entrando en estrechas relaciones con otros reinos del Mundo Antiguo.

La estación final de la vía del incienso era entonces Israel. Los agentes de Salomón, los llamados «mercaderes reales» tomaban en consignación las preciosas mercaderías. De ellos dependía que las caravanas pudieran proseguir o no el largo camino a través de la tierra de Salomón hacia Egipto, la Fenicia o la Siria.
Nada hay pues de maravilloso en que la reina de Saba oyese la fama de Salomón (I R. 10:1). Si leemos con atención el capítulo 10 del primer libro de Reyes veremos que este relato de la Biblia no puede ser considerado como una simple leyenda, ni la reina de Saba como un personaje ilusorio. Todo aparece perfectamente de acuerdo con la época y claramente comprensible.


Traducido y adaptado por el Editor.