En
el siglo XII se había manifestado tentativas de reformar la Iglesia en la
Europa occidental pero nunca se usó la palabra “reforma” para indicar ese movimiento anticipatorio. De hecho la palabra
“reforma” es aceptada en general como una expresión correcta de ese evento del
siglo XVI, también porque estaba ligado a la convicción que había llegado el
momento de una drástica revisión de las instituciones, de las prácticas y de
las ideas de la Iglesia de Occidente. O sea que esa palabra dejaba entender que
el fenómeno que designa comprendía dimensiones tanto sociales como
intelectuales.
A
comienzos del siglo XVI era evidente que en Europa occidental la Iglesia tenía
una urgente necesidad de ser reformada. Su estructura jurídica tenía urgente
necesidad de revisión y la burocracia era ineficaz y corrupta. La moral del
clero se había relajado con gran escándalo de los fieles. Los cargos
eclesiásticos de algún nivel eran objetos de negociaciones espurias, como el
pontificado de Alejandro VI de la familia Borgia, que fue nombrado, no
obstante, sus numerosas amantes y sus siete hijos. Maquiavelo atribuyó el
laxismo moral de la Italia de la época al triste ejemplo dado por la iglesia y
por su clero. Para muchos la preocupación mas urgente se refería a la
espiritualidad de la iglesia, al punto que la consideraban como cuestión de
vida o muerte reencontrar la vitalidad y la frescura de la fe cristiana.
Además
de esta demanda, otros agregaban otra exigencia: la de reformar la doctrina cristiana, la teología y las
ideas religiosas. Para hombres como Lutero en Wittemberg o Calvino en Ginebra,
la iglesia había perdido de vista su heredad intelectual. Había llegado pues el
momento de recuperar las ideas de la época de oro de la iglesia cristiana en
sus cinco primeros siglos. La triste condición de la iglesia a comienzos del
siglo XVI era simplemente el síntoma de una enfermedad más profunda, de una
desviación de las doctrinas originales propias de la fe cristiana, de una pérdida de la identidad intelectual y la
incapacidad para comprender que cosa era realmente el cristianismo.
Pero
no se podía reformar el cristianismo sin tener una idea clara de cómo debía
ser. Para aquellos hombres los evidentes defectos de la iglesia del tardío
renacimiento era la última etapa de un proceso iniciado aproximadamente a
partir del siglo XIII, o sea la
corrupción de la doctrina y de la ética
cristiana. Las ideas que, para hombres como Lutero y Calvino, estaban en la
base de la fe y de la praxis del cristianismo habían sido oscurecidas, por no
decir totalmente pervertidas por distintos desarrollos que tuvieron lugar en el
Medioevo. Para ellos había llegado el miento de revertir aquellas
transformaciones, de destruir la obra del Medioevo para volver auna versión del
cristianismo más pura y más auténtica, de la cual se percibían señales en
siglos antiguos. Los Reformadores se habían hecho portavoces de la invocación
de los humanistas “de volver a las fuentes”, de recuperar la autenticidad, la
pureza y la vitalidad en una época de inmovilismo y corrupción.
Quien
podía reformar la iglesia tal como se hacía evidente era sin dudas el papa,
aunque en Europa, en el primer decenio del siglo XVI tuvo lugar una fundamental
transferencia de poder: el poder del papa disminuyó mientras aumentaba el poder
de los Estados nacionales. Por lo tanto, la capacidad de imponer una reforma de
la iglesia por parte del papa fue disminuyendo cada vez más. Es por ello
importante observar el modo con el cual los Reformadores protestantes se
aliaron con los poderes regionales o civiles con el objeto de realizar sus
programas de reforma. Lutero apeló a la nobleza alemana y Zwinglio al consejo
de la ciudad de Zurich, de modo que implementaran la Reforma subrayando los
beneficios que de ello obtendrían.
Mientras
el monarca inglés Enrique VIII imponía de hecho una reforma a la iglesia de su
país por mera decisión del poder estatal, en el resto de Europa el movimiento
avanzaba por una simbiosis y libre alianza entre los Reformadores y el Estado,
o la autoridad civil en el cual cada una de las partes estaba convencida que la
Reforma obtenida habría sido de recíproca ventaja. Los Reformadores no se
preocuparán excesivamente del hecho que su teoría sobre la función del Estado o
del “pio príncipe” aumentará la autoridad del poder secular: lo que les importaba es que el poder secular apoyase la causa de la Reforma,
aún cuando las razones para hacerlo no eran particularmente loables.