viernes, 8 de junio de 2012


Un poco de historia....

Imperio Romano y Cristianismo
Fuente: José Orlandis (Historia de la Iglesia, 2001)

Imperio Romano
 El nacimiento y primer desarrollo del Cristianismo tuvo lugar dentro del marco cultural y político del Imperio romano. Es cierto que durante tres siglos la Roma pagana persiguió a los cristianos; pero sería equivocado pensar que el Imperio constituyó tan sólo un factor negativo para la difusión del Evangelio. La unidad del mundo grecolatino conseguida por Roma  había creado un amplísimo espacio geográfico, dominado por una misma autoridad suprema, donde reinaban la paz y el orden. La tranquilidad existente hasta bien entrado el siglo III y la facilidad de comunicaciones entre las diversas tierras del Imperio favorecían la circulación de las ideas. Cabe afirmar que las calzadas romanas y las rutas del mar latino fueron cauces para la Buena Nueva evangélica, a todo lo ancho de la cuenca del Mediterráneo.


Los primeros conversos
La afinidad lingüística —sobre la base del griego, primero, y del griego y el latín, después— facilitaba la comunicación y el entendimiento entre los hombres. El clima espiritual dominado por la crisis del paganismo ancestral y la extensión de un anhelo de genuina religiosidad entre las gentes espiritualmente selectas, predisponía también a dar acogida al Evan¬gelio. Todos estos factores favorecían, sin duda, la extensión del Cristianismo.
Pero la adhesión a la fe cristiana implicaba también dificultades que, sin exageración, cabe calificar de formidables. Los cristianos procedentes del Judaismo debían romper con la comunidad de origen, que en adelante los miraría como tránsfugas y traidores. No eran menores los obstáculos que necesitaban superar los conversos venidos de la gentilidad, sobre todo los pertenecientes a las clases sociales elevadas.
La fe cristiana les obligaba a apartarse de una serie de prácticas tradicionales de culto a Roma y al emperador, que tenían un sentido religioso-pagano, pero que eran a la vez consideradas como exponente de la inserción del ciudadano en la vida pública y testimonio de fidelidad hacia el Imperio. De ahí la acusación de «ateísmo» lanzada tantas veces contra los cristianos; de ahí la amenaza de persecución y martirio que se cernió sobre ellos durante siglos y que hacía de la conversión cristiana una decisión arriesgada y valerosa, incluso desde un punto de vista meramente humano.
¿Cuáles fueron las razones que determinaron el gran enfrentamiento entre Imperio pagano y Cristianismo? La religión cristiana fomentaba entre las gentes el respeto y la obediencia hacia la legítima autoridad. «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cfr. Mt XX, 15-21), fue el principio formulado por el propio Cristo. Los Apóstoles desarrollaron esta doctrina: «toda persona esté sujeta a las potestades superiores, porque no hay potestad que no provenga de Dios» (Rom XIII, 1), escribió San Pablo a los fieles de Roma; «temed a Dios, honrad al rey» (I Pet II, 17), exhortaba San Pedro a los discípulos. El Imperio, por su parte, era religiosamente liberal y toleraba con facilidad nuevos cultos y divinidades extranjeras. El choque y la ruptura llegaron porque Roma pretendió exigir de sus súbditos cristianos algo que ellos no podían dar: el homenaje religioso de la adoración, que sólo a Dios les era lícito rendir.


La persecución de Nerón
Las circunstancias que rodearon a la primera persecu¬ción —la neroniana— fueron pródigas en consecuencias, pese a que esa persecución no parece haberse extendido más allá de la Urbe romana. La acusación oficial hecha a los cristianos de ser los autores de un crimen horrendo —el incendio de Roma— contribuyó de modo decisivo a la creación de un estado generalizado de opinión pública profundamente hostil para con ellos.
El Cristianismo era considerado por el historia¬dor Tácito «superstición detestable»; «nueva y peligrosa», se¬gún Suetonio; «perversa y extravagante», para Plinio el Joven. El mismo Tácito calificaba a los cristianos de «enemigos del género humano», y no puede, por tanto, sorprender que el vulgo atribuyese a los discípulos de Cristo los más monstruosos desórdenes: infanticidios, antropofagia y toda suerte de ne¬fandas maldades. «'¡Los cristianos a las fieras!' —dirá Tertuliano— se convirtió en el grito obligado en toda suerte de motines y algaradas populares».


Desarrollo del Cristianismo en los primeros siglos
El Cristianismo, desde el siglo I, fue considerado como «superstición ilícita», y esta calificación hizo que la mera profesión de la fe cristiana —el «nombre cristiano»— constituyera delito. Ello explica que muchas violencias anticristianas del siglo II tuvieran su origen, más que en la iniciativa de los emperadores o magistrados, en agitaciones o denuncias populares. Por esta razón, la persecución en esta época no fue general ni continua, y los cristianos gozaron en ocasiones de largos períodos de paz, sin lograr por ello ninguna seguridad jurídica ni quedar a salvo de ulteriores agresiones, que podían surgir en cualquier momento.
La ambigua actitud de ciertos emperadores del siglo II está reflejada en la célebre respuesta de Trajano a la consulta elevada por Plinio, gobernador de Bitinia, acerca de la conducta que debía seguir con los cristianos. Trajano declara que las autoridades no habrían de perseguirlos por su propia iniciativa, ni hacer caso de denuncias anónimas; pero debían actuar cuando recibiesen denuncias en regla, llegando hasta la condena y muerte de los cristianos que no apostataran y rehu-saran sacrificar a los dioses. Tertuliano —apologista cristiano y buen jurista— pondría luego de relieve el absurdo que encerraba la respuesta trajánica: «Si son criminales —dice, refirién¬dose a los cristianos—, ¿por qué no los persigues?; y si son ino¬centes, ¿por qué los castigas?»
En el siglo III, las persecuciones tomaron un nuevo cariz. En los intentos de renovación del Imperio que siguieron a la «anarquía militar» —un período de peligrosa desintegración política—, uno de los capítulos principales fue la restauración del culto a los dioses y al emperador, en cuanto expresión de la fidelidad de los súbditos hacia Roma y su soberano. La Iglesia cristiana, que prohibía a los fieles participar en el culto imperial, apareció entonces como un poder enemigo. Ésta fue la razón de una nueva oleada de persecuciones, promovidas ahora por la propia autoridad imperial y que tuvieron un alcance mucho más amplio que las precedentes.


La persecución de Decio
La primera de estas grandes persecuciones siguió a un edicto dado por Decio (a. 250), ordenando a todos los habitantes del Imperio que participaran personalmente en un sacrificio general, en honor de los dioses patrios. El edicto de Decio sorprendió a una masa cristiana, bastante numerosa ya, y cuyo temple se había reblandecido, tras una larga época de paz. El resultado fue que, aun cuando los mártires fueron numerosos, hubo también muchos cristianos claudicantes que sacrificaron públicamente o al menos recibieron el «libelo» de haber sacrificado, y cuya reintegración a la comunión cristiana suscitó luego controversias en el seno de la Iglesia.
La experiencia sufrida sirvió en todo caso para templar los espíritus y cuando, pocos años después, el emperador Valeriano (253-260) promovió una nueva persecución, la resistencia cristiana fue mucho más firme: los mártires fueron muchos, y los cristianos infieles —los lapsi—, muy pocos.


La persecución de Diocleciano
La mayor persecución fue sin duda la última, que tuvo lugar a comienzos del siglo IV, dentro del marco de la gran reforma de las estructuras de Roma realizada por el emperador Diocleciano. El nuevo régimen instituido por el fundador del Bajo Imperio fue la «Tetrarquía», es decir, el gobierno por un «colegio imperial» de cuatro miembros, que se distribuían la administración de los inmensos territorios romanos. El régi¬men tetrárquico atribuía a la religión tradicional un destacado papel en la regeneración del Imperio, pese a lo cual Diocleciano no persiguió a los cristianos durante los primeros dieciocho años de su reinado. Diversos factores —entre ellos sin duda la influencia del césar Galerio— fueron determinantes del comienzo de esta tardía pero durísima persecución.
Cuatro edictos contra los cristianos fueron promulgados entre febrero del año 303 y marzo del 304, con el designio de terminar de una vez para siempre con el Cristianismo y la Iglesia. La persecución fue muy violenta e hizo muchos mártires en la mayoría de las provincias del Imperio. Tan sólo las Galias y Britania —gobernadas por el cesar Constancio Cloro, simpatizante con el Cristianismo y padre del futuro emperador Constantino— quedaron prácticamente inmunes de los rigores persecutorios. El balance final de esta última y gran persecución constituyó un absoluto fracaso. Diocleciano, tras renunciar al trono imperial, vivió todavía lo suficiente en su Dalmacia natal para presenciar, desde su retiro de Spalato, el epílogo de la era de las persecuciones y los comienzos de una época de libertad para la Iglesia y los cristianos.
TODO TIENE SU TIEMPO…


“Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora: tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado… tiempo de guerra y tiempo de paz.” (Eclesiastés 3:1-2, 8b).

“Señor, Tú nos has sido refugio de generación en generación. Antes que nacieran los montes y formaras la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios… Enséñanos de tal modo a contar nuestros días que traigamos al corazón sabiduría… Sea la luz de Jehová nuestro Dios, sobre nosotros. La obra de nuestras manos confirma sobre nosotros…” (Salmo 90:1-2, 12, 17 a-b).

“Después que Juan fue encarcelado, Jesús fue a Galilea predicando el Evangelio del Reino de Dios. Decía: EL TIEMPO SE HA CUMPLIDO Y EL REINO DE DIOS SE HA ACERCADO. ¡ARREPENTÍOS Y CREED EN EL EVANGELIO!” (Marcos 1:14-15)

Todo tiene su tiempo: las estaciones del año lo tienen, la sucesión de la noche y el día, las fases de la luna, los tiempos de siembra y de cosecha, el tiempo de nacer, el de crecer y desarrollarse, el de madurar y el de morir. Cada planta, cada animal y cada persona tienen sus tiempos. En la vida pasamos por distintos momentos, algunos sublimes y otros para el olvido, algunos de éxitos y otros de fracasos, algunos de reconocimiento social y otros de introspección personal. Tenemos nuestros tiempos de viaje y los de reposo. Aprendemos muchas cosas y desaprendemos tantas otras (por olvido, desinterés o nuevos aprendizajes). Tenemos nuestros momentos de confianza en Dios, seguridad en nosotros/as mismos/as y certeza de esperanza; pero también caemos en momentos de grandes incertidumbres y planteos sobre la vida que nos hacen parar, preguntarnos muchas cosas y, en el mejor de los casos, pedir ayuda a otras personas.

Un nuevo año ha comenzado y cada uno se hará una idea de cómo lo afrontará, qué le puede esperar, qué planes tiene, así como las expectativas por lo nuevo que no se puede predecir. Con un poco de humor podemos decir que entre ¼ y 1/3 de nuestra existencia la pasamos durmiendo (entre 6 y 8 hs. diarias). El restante tiempo: ¿a qué lo destinamos? ¿En qué lo aprovechamos… o gastamos? ¿A qué cosas damos prioridad?

Es claro que no todo lo podemos medir. Se mide el tiempo (el krónos de acuerdo a la antigua palabra griega) pero también existe el tiempo o los momentos que no se miden ni por minutos ni horas ni días, sino por lo que representan para nosotros como experiencias de crecimiento espiritual (el kairós, otra palabra griega utilizada en el Nuevo Testamento). Hay determinados momentos especiales que son fundamentales para nuestro desarrollo espiritual, comunitario y social. Son aquellos destellos de Dios, inspiraciones o iluminaciones que nos vienen por la fe, que nos ponen en un estado particular del alma y que afirman nuestra existencia delante de Dios y con el recuerdo vivo de Jesucristo. No se trata de olvidarnos de nosotros mismos sino de ponernos en actitud de aprendizaje, de receptividad, de disposición a experimentar algo nuevo y fundamental que le dé a nuestra existencia un sentido de trascendencia y plenitud. Así lo experimentó el escritor del libro del Eclesiastés, también los autores de los Salmos y, por supuesto, el propio Jesús. Cuando Jesús comenzó su ministerio ya tenía una clara conciencia de su misión y de que su tiempo había llegado, y con Él, el nuevo tiempo del Reino de Dios para todos/as.

¿Cómo utilizaremos nuestros tiempos del año 2012? ¿Serán solamente un krónos, una sucesión de días, semanas y meses, o también tendremos algo de un kairós, un momento especial, algunos instantes de sana meditación, de inspiradora reflexión, de encuentros comunitarios y disposición para aprender algo nuevo? Hay enfermedades del alma que tienen que ver con el uso del tiempo: el estrés, la ansiedad, la depresión… Hay personas a quienes les falta el tiempo y otras a quienes les sobra, pues no saben cómo llenarlo. Una y otra experiencia conducen a verdaderos problemas que pueden ser serios y complicar no sólo a la persona en cuestión sino también a su entorno familiar y amistades.

Como iglesia también tenemos nuestros tiempos, nuestros momentos, nuestros encuentros, nuestras búsquedas compartidas. No tenemos la solución a todos los problemas, pero, al menos, somos conscientes de ello y buscamos la luz de Dios para que nuestras vidas tengan un sentido más claro para vivir, esperar y servir. Jesús anunció el Reino de Dios, el nuevo tiempo de Dios para el mundo. Por eso queremos utilizar una parte de nuestros tiempos, de nuestros momentos personales, compartiéndolos en comunidad.

Todo tiene su tiempo… también la iglesia los tiene. Somos iglesia si hay comunidad. Para que haya comunidad necesitamos reunirnos. Para reunirnos debemos disponer de alguna hora de nuestra vida para compartir. Para compartir con otras personas necesitamos disposición. Tendremos disposición si estamos convencidos de que la iglesia tiene su misión en la sociedad. Estaremos convencidos si también cada uno/a se siente parte comprometida. Si estamos convencidos de ello es porque un destello de fe hemos recibido de Dios. Si tenemos fe hemos encontrado la alegría de vivir en Dios… y este gozo nos permitirá afrontar toda circunstancia de la existencia desde la mirada del amor de Jesucristo por ti y por mí. Este amor nos permite sentirnos valorados por Dios y también hace que valoremos la existencia de la iglesia.

Entonces: ¿por qué no compartir una partecita de nuestros tiempos en algunos momentos especiales que podemos disfrutar como comunidad de fe? No es obligación… pero es para tomar en cuenta.

Álvaro Michelin Salomon
Pastor